El despertar de América

 

Herald-Square,-New-YorkPost

 

A principios de 1900, Estados Unidos aún era considerado un país muy advenedizo por los europeos, a pesar de tener ya 100 años de vida independiente. Sin embargo, las dos primeras décadas del siglo XX fueron decisivas, y Estados Unidos pronto logró posicionarse como un país próspero con fuertes influencias políticas y sociales en todo el continente.

Contrario a esto, América Latina seguía en un letargo ante la llegada del nuevo siglo. La vida cotidiana seguía siendo muy provinciana, sin dejar de lado los adelantos que cada vez eran más frecuentes: el ferrocarril ya comunicaba ciertas tierras apartadas, el teléfono acortaba distancias y el telégrafo ya era de uso común.

Aunque en las grandes ciudades ya se contaba con el alumbrado de luz eléctrica, la vida familiar seguía igual: por la mañana, el canto de un gallo y las campanas de la iglesia inundaban de ruido el ambiente, despertando a los lugareños. El pueblo era católico y cumplían su rutina de manera puntual.

Temprano, empezaba la actividad. El barrendero, el panadero, el lechero cumplían con sus obligaciones y las madres corrían a prisa con los niños por las calles, mientras que el campesino tenía rato ya despierto. Antes del alba comenzaba su labor; en ese entonces, la mayoría de los territorios americanos estaban poco poblados, por lo que la vida rural prevalecía. Todos debían de apurarse para no llegar tarde.

El obrero, el maestro y el burócrata, apresuraban el paso para no llegar tarde. El movimiento en los mataderos presagiaba el fin de las reses que a la hora de la comida se servirían en las mesas de las casas. Las mujeres se preparaban para salir de compras, con faldas largas y resistentes y un canasto bajo el brazo. Buscaban en el mercado verduras frescas para preparar en sus cocinas de leño o carbón.

Algunas eran afortunadas y contaban con ayuda doméstica, si no, debían darse prisa porque (desde tiempos inmemorables) la mañana nunca alcanzaba para detenerse a nada más.

Al mediodía, las campanas de la Iglesia reúnen a fervientes beatas, que visten pañuelos sobre la cabeza; algunas más, visten ricamente. Sin embargo, todas ingresan al templo para escuchar la misa en latín.

Otros, toman el tiempo para ir a la cantina o al café. Aquellas mujeres cuya labor es ser niñeras, llevan a los pequeños a pasear por el parque.

En las bancas, los ancianos sentados leen los diarios o admiran los tranvías de mulas que circulan sin parar por las estrechas calles.

“¡Carbón! ¡Velas de cebo! ¡Manteca! ¡Pollos! ¡Gelatinas!” La voz de los vendedores sigue llenando de ambiente la mañana.

El pueblo despierta.

El siglo comienza.

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