Por: Diana López / revistaelite_slp@hotmail.com / diana_peke20@hotmail.com
El 10 de Diciembre de 1898, se firma el tratado de París, donde se reconocía la Independencia de Cuba y la cesión de Puerto Rico y Guam a Estados Unidos, así como la renuncia de España a su soberanía sobre las Islas Filipinas.
Esta noticia sacudió a la monarquía española: la pérdida de sus últimas colonias en ultramar significaba, además de la disminución de los volúmenes de materias primas, el fin de la España brillante y colonizadora.
Las palabras de Joaquín Costa, intelectual aragonés, lo decían todo:
“La España antigua está muerta. Una sociedad que se deja clavar en el madero, como se ha dejado la nuestra, sin proferir ni un grito; donde no han tenido voz más que los políticos y patriotas de café cantante, que desafiaban gallardos desde tribunas seguras el periodo yanqui: que ha contemplado impasible, sin que se le humedecieran los ojos ni se le crisparan los puños, ni se le levantara el pecho, aquel inmenso crimen de Cuba…”
Este hombre, pasó la vida clamando por la europeización de España. Quería arrancar a toda costa, a sus coterráneos de la región de los sueños para incorporarlos a la corriente progresista de la época; volverlos de espaldas a empresas quiméricas, para aplicar todo esfuerzo a la reconstrucción de la patria.
Y es que la situación de España era realmente difícil: con una economía bastante agrícola, una industria textil y siderúrgica muy débil y una minería orientada hacia la exportación, contaba con pocos recursos para compensar la pérdida de sus territorios. Su panorama se volvió demasiado crítico a fines del siglo XIX, la migración se incrementó sobre todo hacia África y América del Sur.
Este sabor de la derrota, llevó a las plumas sensibles españolas a reflexionar sobre la realidad del país. Así, quienes escribían, fueron conocidos como “La generación del 98”. El café de Madrid, el Fornos y el Nuevo Café de Levante, eran los lugares que frecuentaba el grupo, donde hablaban de política, poesía y de sus deseos de renovación total.
Algunos de los tertulianos eran Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Antonio Machado, Ramón del Valle Inclán, José Martínez Ruiz, entre otros, donde, al llegar de su natal provincia madrileña, los recibe un Madrid donde se puede discutir de todo, desde escuchar conferencias hasta leer un buen libro, ante calles llenas de vida donde transitan damas elegantes, vagabundos, chicas fáciles, hombres respetables.
Estos hombres aman la España Castellana. Ellos lo ven y lo admiran todo, plasmándolo en sus escritos, donde enseñan a verlo y sentirlo a sus lectores.
Esta generación formó a brillantes utopistas; y en lo literario, a magníficos escritores. Su valía reside en la propuesta de renovación que plantea y en la gestación de la importante literatura española de los siguientes 40 años.