Libros.


Hay una graciosa descripción en “Harry Potter y el prisionero de Azkaban”. Harry se interna en Diagon, el callejón de la magia, en busca de los libros que necesita para sus materias en Hogwarts y llega a Flourish y Blotts. Allí está el “Monstruoso libro de los monstruos” cuyos ejemplares se muerden y atacan entre sí, arrancándose hojas, llevándose dos de ellos a otro, aparte. Están todos en una jaula que el librero debe abrir con guantes, para que no lo muerdan, quejándose de la pésima inversión que hizo comprando el “Libro invisible de la invisibilidad”, cuyos ejemplares costaron una fortuna y nunca los encontró.

Es cierto, cada libro tiene una personalidad y un aura. Unos nos muerden y los que nos dan la razón parecen invisibles.


Empezado un libro, nos acompaña a todos sitios. Nos entregamos y nos sumergimos en él, que se vuelve compañía, confidente, testigo y socio de un período de la vida. Está en los lugares y momentos que más amamos, en esa pausa al mediodía, en esa espera en el café, y también en los sitios donde forzosamente debemos ir, con el consuelo de su presencia que, como diría Borges, mitigará la espera; sitios a los que la vida nos arrojó – el consultorio de un médico, el estudio de un abogado- pero a los cuales somos ajenos y desde la tapa sus letras nos miran como diciéndonos ya pasará, ya volveremos a casa. Cuando los terminamos es con pena y por más que busquemos hacer durar aquello que fue, la relectura –que suele tener el sabor de algo que se paladea- nos depara reencuentros pero no sorpresas.

Si era prestado, se marchará de nuestra vida y si es nuestro el lomo nos contemplará desde un estante recordándonos esas sensaciones, los momentos que lleva adheridos, aquello que pensamos mientras estaba en nuestras manos y así, se vuelven portadores de otro texto que está grabado pero que no está escrito, en una memoria que tiene mucho de magia y que bien podríamos encontrar en Flourish y Blots.

Eduardo Balestena

baleste@copetel.com.ar

 

 

 

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