Los cafés en Inglaterra y Alemania

cafe

La consolidación de la esperanza,

Y la semilla en el rural indicio

De lo que es después del beneficio

La tierra buena y la verdad alcanza.

 

Por General Brig. Gabriel Cruz González

26/XI/95 En el brumoso país del Támesis, durante el reinado de Carlos II, se introdujo el producto árabe, fue un griego, Pascua Rosee quien abrió en Londres el café “Pascua”, el primero, en Saint Muchele avenue (Cornhill). Después florecieron más de trescientos establecimientos, algunos tan famosos como el café “Dightnlley”. En todo lugar, centros de cultura, reunión y de comentarios políticos.

En los primeros días de establecido su negocio, el griego Rosse obsequiaba a los parroquianos un folleto explicativo, sobre las excelencias de la oscura bebida:

“Es un magnífico remedio contra el tedio, accesos de hipocondría o cosa semejante, combate la somnolencia y torna a los individuos expertos para el comercio o si tienen necesidad de hacer vigilia…”

Sin embargo, durante el reinado de los Estuardos se declaró la guerra al café, considerado dañoso. Por obra de los inefables puritanos que lo consideraban “inmoral”, en tanto sus mujeres afirmaban que tornaba a los hombres áridos como el desierto.

Carlos II, que en verdad temía las reuniones en los cafés, ordenó suprimirlos para siempre. La proclama causó indignación y nació una forma más íntima de tomar café: la reunión casera, años después se revocó la prohibición, pero tras la revolución de 1688, cambiaron las costumbres y aumento el consumo de té.

Sin embargo, a la aristocrática costumbre del té de las cinco, se sumó la popular asistencia al café “La sirena”, en el barrio Chipside, este se hornó con la presencia de Sir Walter Raleigh y más tarde, después de las funciones teatrales del globo con la asistencia de William Shakespeare, también fue cliente asiduo el literato y cerebral Ben Jonson.

Las políticas renovadoras inglesas nacieron en las tertulias de los “coffe houses”. Fue en ellas que se fundaron los partidos políticos Whing y Tory, cuyos programas de acción se idearon alrededor de sus mesas y es fama que pensada y formulada en tales sitios, nació la famosa ley del “habeas corpus”.

Cafés importantes de la Gran Bretaña, fueron el “Will”, donde se reunían los intelectuales, “El arcoíris”, despacho para los hombres de negocios y el “café griego”, refugio de la nobleza.

Hoy entre sorbos de té y de café –y de algún trago de ginebra- la pérfida Albión, rumia sus horas de grandeza y su acusada decadencia.

En Alemania –costumbre inveterada- privaba la tradicional tertulia en el jardín cervecero. Alegres locales a la orilla del Rhin, en los que florecen inquietudes artísticas y manifestaciones sociales de diversa índole, entre salchichas y el clásico “berkrug”, tarro cervecero alemán de gran tamaño, gracioso ornato y valiosa manufactura, delicada y artística. Poetas como Gottsched, músicos como Beethoven y pintores como Menzel, no son imaginables en otro sitio público.

Por tales razones –casi de nacional arraigo- los alemanes adoptaron en un principio una actitud de resistencia a la introducción del café, establecieron un monopolio y el encarecimiento del mismo, para evitar que “las clases campesinas se acostumbrarán a él y su gran consumo motivará la fuga de divisas hacia el extranjero”.

En 1721 Federico Guillermo de Rusia concedió licencia para abrir el “café inglés”, montado lujosamente, su hijo Federico el grande, fue el consumidor real número uno aun cuando sin reconocerlo se defendía diciendo a los amigos de su grupo: “Yo fui criado con cerveza, bebo café para complacerlos”.

Más la europea y difundida costumbre pronto habría de imponerse. Berlín Stuttgart y Nurennber no tardaron en verse invadidos por los cafés en los cuales, es obvio, se empezaron a reunir los hombres de letras, los artistas y los políticos como Kleist, Holderlin, Schiller, Goethe, Leissing y Heiny el pequeño judío Dusseldorf.

Gramer, en Viena, tuvo la ocurrencia de proporcionar periódicos a sus parroquias, convirtiendo su café en sala de lectura. Y cobijaron también a ingenios notables como el Filósofo Kant, la escritora George Sandy, los músicos Chopin y Liszt. Y a un gran ajedrecista: Phélidor.

Bach, el gran músico, en honor de su bebida predilecta, compuso su célebre coffea cantata número 221, cuya letra dice “El café azucarado es mejor que mil besos y más dulce que el vino de Mosela”.

No fue en los llamados por los árabes “casos de sabiduría” y que bueno que así haya sido –no podrá por ello calumniar a los cafés alemanes- que se gestó el más lamentable y odiado movimiento político teutón.

Nació en una taberna, la tristemente célebre cervecería de Munich, antro del nazismo y no en el agradable ambiente de la tertulia del café.

Porque el café y los cafés, serán eternamente calumniados o elogiados.

Veneno para el nervioso, bebida ideal para la estación calurosa. Inmejorable para las represiones psíquicas. Alimento universal, mezclado con leche y tabú, para los hipertensos y arterioesclerosos.

Más estas son inofensivas charlas de café. Al fin y al cabo no hemos asistido al “café florida” de Venecia, como Byron y Rousseau, ni aderezamos una diatriba contra alguno de los políticos o pensadores de nuestra sociedad, tal vez, porque no se presten a ello.

 

Esa amplitud de cósmicas alturas,

Esa liberación rica de idead,

Y horizontes abiertos y fecundos.

(SINUHE)

 

 

 

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