El Autor de la Obra


Conocida en español como No dejes de mirarme, la película Obra sin autor, de Florian Henckel von Donnersmarck, es una propuesta tan original y lograda como su anterior La vida de los otros.


El nazismo, la Alemania del Este, el exilio, son sus ejes, del mismo modo que el espionaje en la Alemania comunista y la fascinación por las vidas y la literatura, así como la silenciosa rebelión, eran los de La vida de los otros.


Hay un hilo común entre esas épocas –la del nazismo y la de la Alemania del Este y el exilio- que se vincula a los conceptos centrales: “Todo está conectado”; “Lo verdadero siempre es bello” y “lo hago porque puedo”. En distintas situaciones y en distintas épocas son pronunciados por los personajes –personajes opuestos- y esas breves frases pasan casi inadvertidas; no obstante, en ellas reside la esencia de la vida y de la creación. Como el mecanismo del drama griego, adquieren sentido al final.


Hay algo verdadero que conforma la sustancia de la vida. Más allá de eso, todo es contingente; se trata de descubrirlo para saber qué somos.


Elisabeth, tía de Kurt, destinado a ser un gran pintor, lo hace descubrir, en pleno nazismo y cuando él es un niño, la fascinante atracción por la pintura y la no menos misteriosa revelación de la sensibilidad extrema y del erotismo.


El modo trágico en que ella es separada de su vida deja algo inconcluso en Kurt y su introversión y su dolor se convertirán en los motores de su arte. El amor por Ellie –que se será su esposa- reedita aquella fascinación primordial.    


Hacia la conclusión del film esa verdad se arma con las varias piezas que la narración fue sembrando cuidadosamente y aparece bajo la forma de pinturas sobre fotografías. Las imágenes se hacen borrosas: atestiguan momentos irremediablemente perdidos y la crueldad de quienes segaron esos momentos, cuyos rostros pueden verse superpuestos en una imagen donde conviven la inocencia y la crueldad extrema. Se trata de aquellos que asesinaron y luego –cobardemente- vivieron ocultándose hasta ser descubiertos.


El instante del prodigioso hallazgo, el de que todo el ideal de un arte pasa a residir en la pintura que reproduce fotografías y las muestra como detrás de un velo o de algo que las hace más borrosas y difusas es, lejos, lo mejor de la película: hay una fuerza misteriosa en aquellas imágenes de una felicidad trágicamente perdida e irrecuperable que un viento parece a punto de llevarse.  


La ironía deviene de que ese concepto –la obra sin autor-  enunciado acerca de la pintura hacia el final, una pintura que se cree divorciada de toda tradición anterior, proveniente de instantáneas “anónimas” es, en realidad el resultado de una historia que sólo el pintor y nosotros, los espectadores, conocemos.


La obra sin autor se refiere, ni más ni menos, que al autor de la obra, a su historia y a su modo de hacer algo trascendente con ella.


Los momentos de felicidad suelen estar ocultos: al vivirlos parecen uno más; sin embargo, a la larga, son el centro de una vida, de una creación y de una esperanza. Cuando la tragedia nos hace consientes del valor de aquellos momentos es cuando los hemos perdido. La vida posterior será sólo un intento de recuperar su misterio encantado.


Eduardo Balestena

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